Antonio Alcamí se estremeció cuando vio que una nueva peste, que ya había provocado la muerte de cientos de millones de aves en medio mundo, saltaba a América y la recorría de manera imparable de norte a sur, camino de la Antártida, matando a decenas de miles de mamíferos marinos a su paso. Existían muy pocas personas como él, un virólogo especialista en virus letales ya curtido en el traicionero terreno polar, así que propuso montar con urgencia un laboratorio en la base antártica española Gabriel de Castilla, del Ejército de Tierra. El 24 de febrero de 2024, Alcamí y su colega Ángela Vázquez confirmaron por primera vez la presencia del virus de la gripe aviar altamente patógena en la Antártida. Enseguida tuvo una idea audaz: instalar sus aparatos en un velero, para recorrer las pingüineras en un laboratorio flotante y averiguar qué estaba ocurriendo. Dos periodistas de EL PAÍS le han acompañado durante un día en su odisea tras el rastro de la peste.





